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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: March 12, 2016
Este es el 4º artículo de una serie de trece.
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
Si no hubiera sido por el pecado, ¿habría enviado Dios a su único Hijo al mundo? ¿Vino Jesús primordialmente a salvarnos de nuestro pecado, a ofrecer satisfacción por el mal que hemos hecho? ¿Qué habría ocurrido si las condiciones purísimas de la creación original de Dios hubieran persistido? ¿Qué habría pasado si no la hubiéramos estropeado con el egoísmo, el orgullo, la envidia, la lujuria, y la ira, y la gula y la pereza?
Las enseñanzas de nuestra iglesia han conservado dos maneras principales de mirar a este tema, ambas con bases en la Escritura y en los siglos de Tradición Sagrada posteriores.
Hay varios pasajes bíblicos que pintan una imagen de un esperado siervo sufriente que rescatará al pueblo de Dios y pague el rescate por su pecado (Isaías 42,1-4; 49,1-6; 50,4-9; 52,13–53,12). En los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, así como en las cartas de Pablo podemos encontrar pasajes que hablan de cómo Jesús nos redime de nuestro pecado.
Muchos siglos más tarde Santo Tomás de Aquino interpretaría estos pasajes y concluiría que la Encarnación, la venida de Jesús como hombre, fue el remedio de Dios para el pecado.
Su enseñanza ha tenido una amplia influencia e incluso más tarde se estiró para pintar una imagen de un Dios que necesita algún tipo de sacrificio para remediar la condición humana.
En la generación siguiente a Aquino, otro teólogo, el Beato Juan Duns Scotus, empezó a ofrecer una interpretación distinta de estos pasajes bíblicos, así como a mirar a otros pasajes. A él le parecía que el enfoque del que hablábamos arriba concedía demasiado poder al pecado humano, tanto como para causar un cambio de planes del dueño del universo.
Scotus enseñaba que la encarnación no se debió a la acción humana, o particularmente al pecado. Más bien, la intención de Dios siempre fue estar en relación con nosotros de la manera más íntima posible. Dios habría enviado a su Hijo al mundo como un puro acto de amor. Salvarnos del pecado no es la causa, sino el resultado.
La historia de la salvación nos ofrece numerosos testimonies del deseo de Dios de una intimidad amante con sus criaturas. Se puede ver en Génesis 3,8 donde se pinta a Dios caminando en el jardín del Edén donde se encontraban Adán y Eva. El deseo de intimidad de Dios se ve en su envío de Moisés para ayudar a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Éxodo 3,1-8).
La alianza entregada en el Monte Sinaí (Éxodo 20) es un don de intimidad, así como la promesa que hizo Dios de habitar en Jerusalén con su pueblo (Salmo 48). Su presencia con su pueblo en el exilio (Levítico 26,44) y después de su regreso es un testimonio del don de intimidad de Dios. Una alianza escrita en los corazones de su pueblo (Jeremías 31) también da testimonio del deseo de Dios de intimidad con nosotros, el regalo de Dios de amor y misericordia.
El Nuevo Testamento demuestra hasta dónde Dios está dispuesto a ir para mostrar su amor y su misericordia. Juan 3:16 capta esto preciosamente: “Porque tanto amó Dios al mundo que le envoi a su único Hijo para que todos los que creen en Él no perezcan, sino que tengan vida eterna.”
San Pablo se hace eco de esto describiendo el plan de Dios: “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, incluso cuando estábamos muertos por el pecado, nos llevó a la vida con Cristo” (Efesios 2,4-5).
La motivación para que el Hijo de Dios asumiera la condición humana fue el amor divino. Este es el mayor acto de misericordia—no solo presenciar el sufrimiento humano desde lejos, o incluso remediar tal sufrimiento con una varita mágica, sino entrar en nuestro sufrimiento como acto de amor, encarnar todo lo que significa ser humano y, en esa unidad con nosotros, ofrecer la redención.
Jesús encarna el amor y la misericordia de Dios de tal modo que podemos ver cómo nosotros también podemos entrar en ese amor, entregarnos a él, y alejarnos del pecado.
El Año Jubilar de la Misericordia nos ofrece una oportunidad de convertirnos en personas misericordiosas, hacer obras de misericordia, tanto espirituales como corporales. Quizás, sin embargo, nos prepararemos mejor para ser misericordiosos si meditamos sobre el plan amoroso de la misericordia de Dios hacia nosotros. Y entonces, buscando responder a Dios en amor, nuestras palabras y obras de misericordia surgirán del mismo amor que se nos ha mostrado.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 12 de marzo de 2016. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.