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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: September 13, 2014
Este es el 9º artículo de una serie de doce
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
Varias ciudades tienen un papel importante en la historia de la salvación. Simplemente expresado, una ciudad es un pueblo con una población significativa y lo suficientemente importante como para ser centro del comercio y la cultura.
Una de las primeras ciudades que se mencionan en la Biblia es también uno de los establecimientos más antiguos del mundo, que data quizá de 9000 AC. Jericó se identifica como el lugar de Rahab, la prostituta que ofreció protección a los soldados de avanzada de Josué (Josué 2) y el lugar en que su ejército derribó los muros (Josué 6) para que los israelitas pudieran avanzar hacia la Tierra Prometida. En los relatos del Evangelio, Jericó es el lugar de las historias de Zaqueo, el recaudador de impuestos (Lucas 19,1-9) y de la curación del ciego Bartimeo (Marcos 10,46-52).
Si Jericó es lugar de entrada para el pueblo de Dios que llegó a Caná en el siglo XIII antes de Cristo, Babilonia es el nombre de la ciudad y el imperio asociado con su exilio de esa misma tierra en el siglo VI antes de Cristo. Ya en Génesis 11 hay una nota de su presencia en referencia a la torre de Babel (palabra hebrea para Babilonia). En Isaías 13, la ciudad se describe con términos magníficos, aunque su esplendor también es considerado como la raíz de su idolatría (Isaías 47,9-13).
La derrota de Judá/Israel a manos de Babilonia se considera evidencia del pecado del pueblo durante el tiempo de Jeremías, convirtiendo al Imperio de Babilonia en un agente del juicio de Dios contra su pueblo (Jeremías 25,9; 27,5-8). La propia mención de Babilonia en los escritos de los profetas hacía una conexión inmediata con un período muy doloroso de la historia de Israel. Y en el último libro de la Biblia, los cristianos del primer siglo utilizaban el nombre de Babilonia para designar a Roma, permitiendo así a la iglesia perseguida a mirar hacia un futuro en el que el poder de Dios triunfaría contra los males del Imperio Romano (ver Apocalipsis 16,19; 17,1—18,24).
Así como Babilonia llegó a representar algo más que un lugar físico, Jerusalén también tomó un significado simbólico poderoso tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Era una pequeña ciudad-estado cananea en la pendiente sur del Monte Moria cuando el Rey David la conquistó a principios del siglo X antes de Cristo y la estableció como capital de Israel (2 Sam 5,6-13). El Monte Moria se asocia al sacrificio anterior de Isaac (Génesis 22) y se convirtió en el lugar del temple construido por el hijo de David, el Rey Salomón (2 Crónicas 3,1).
El Templo de Jerusalén y la propia ciudad sirvieron como signo y símbolo de la presencia de Dios en Israel, la elección de Dios del pueblo como su propiedad, y del deseo de Dios de protegerlo. Así que la destrucción a manos de Babilonia en 587 antes de Cristo fue un golpe devastador para su identidad nacional y religiosa. El regreso de los exiliados a la ciudad de Jerusalén, entre cincuenta y setenta años más tarde, contempló por fin la reconstrucción del templo, aunque nunca se restauró con el esplendor de su construcción original.
Jerusalén siguió siendo el lugar a donde viajaban los peregrinos judíos para celebrar las fiestas más importantes; es el lugar donde se presentó a Jesús para su purificación al poco tiempo de nacer, y donde, como adolescente, lo encontraron enseñando a los ancianos cerca del Templo; es el lugar donde Jesús encontró la resistencia más feroz a su mensaje y donde al fin encontró su arresto y muerte.
Jerusalén es el lugar donde una tumba vacía se convirtió en nueva vida, donde el Jesús resucitado se apareció a sus seguidores y les encomendó ir a todo el mundo y donde recibieron el Espíritu para empezar su misión a otras ciudades como Antioquía, Corinto, Filipa y Roma.
No es de extrañar que cuando un discípulo exiliado en la isla de Patmos al final del primer siglo recibió una visión divina, Jerusalén tenía un lugar prominente en la visión. Dios promete a los fieles una nueva Jerusalén (Apocalipsis 21) cuya luz es la gloria de Dios y las puertas están abiertas a todos.
Las historias, acontecimientos y personas que encontramos en la Escritura se nos hacen reales en parte porque están situados en el tiempo y el espacio. Quizá nosotros tengamos más oportunidad de que las voces del pasado nos hablen porque surgen de lugares desiertos, de lugares rurales y de centros urbanos, lugares que ayudan a situar nuestras experiencias también. Es en estos lugares, y entre ellos nuestras propias ciudades, donde nosotros también nos podemos encontrar con lo divino.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 13 de septiembre de 2014. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.