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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: February 15, 2014
Este es el 2º artículo de una serie de doce
Por Clifford M. Yeary
Director Asociado, Estudio Bíblico de Little Rock
En Génesis 3,8-9 leemos sobre el paseo de Dios en el Jardín del Edén, disfrutando de la brisa fresca del atardecer, y buscando a los humanos que había creado. Esta teología sencilla de "pies sobre la tierra" refleja una realidad profunda y eterna. Dios espera encontrarnos en y a través del mundo que creó para que fuera nuestro hogar. En Génesis, nuestro primer hogar es un paraíso. Sabemos sin embargo, de ese primer encuentro con Dios que, por causa de nuestro pecado, ya no podemos llamar paraíso a nuestro hogar terreno.
En nuestro mundo, junto con algunos jardines floridos y pacíficos, ahora hay muchos desiertos. Los desiertos son lugares poco apropiados para los humanos que no están preparados para lidiar con sus condiciones geográficas extremas.
Les falta agua, así que la vegetación es escasa y las criaturas que habitan en ellos a menudo son depredadoras y venenosas. Nuestros desiertos pueden ser literales o metafóricos, pero en la Biblia descubrimos que pueden ser los lugares en que Dios al fin nos encuentra y nos llama de regreso a la vida en Él.
En la Biblia, muchos pasajes hablan de desiertos y lugares salvajes literales, pero las imágenes de desierto también se utilizan a menudo como oportunidad de reflexionar sobre nuestra relación con Dios. Las regiones desiertas de mayor importancia en la Escritura son el Sinaí al Sur en Egipto, el lugar salvaje de Judea en el Medio Oeste de Judá, y el desierto de Arabia al Este, que separa a Judá de Babilonia.
Muchos pasajes utilizan los peligros que presentan los desiertos a la supervivencia humana como advertencia sobre en lo que se convierte la vida cuando expulsamos a Dios de nuestras vidas. El desierto puede ser signo del castigo que aguarda a los rebeldes (Salmo 68,7). Puede ser símbolo del resultado de un liderazgo negligente (Jeremías 12,10-11) así como un signo de advertencia del juicio divino (Isaías 32,11-16).
Los desiertos también pueden invitar a una profunda reflexión sobre las realidades espirituales. Cuando la desnudez de un desierto desviste ante nuestros sentidos la frondosidad del mundo material, quizá volvamos nuestros corazones a Dios y tratemos de descubrir lo que es verdaderamente importante en nuestras vidas.
Siguiendo el Éxodo de Egipto, Moisés condujo al pueblo de Israel mientras vagaban por el desierto (principalmente la Península de Sinaí). Su situación es ambigua, mientras que protestan y murmuran contra Moisés. "¡Si al menos hubiéramos muerto a manos del Señor en tierra de Egipto, mientras nos sentábamos con nuestras ollas de carne y comíamos nuestro pan! ¡Pero nos has traído a este desierto para que toda esta comunidad muera de hambre!" (Éxodo 16,3). Y sin embargo, Dios cuida de ellos y los alimenta de perdices, con maná del cielo y agua de la roca (Éxodo 16,4.13; 17,6).
En el Deuteronomio 32:10, se dice que Dios encontró a su pueblo en el desierto: "Los encontró en un lugar salvaje, en lo terreno baldío de un desierto de aullidos. Los cubrió con su manto, cuidó de ellos, los guardó como a la niña de sus ojos."
Siglos más tarde, cuando el pueblo de Judá es conducido al exilio de Babilonia, Dios los llama a regresar a su patria y el desierto que los separa de Jerusalén ahora se considera como sendero de regreso a su Dios: "Una voz clama: ¡en el desierto, preparen el camino del Señor! ¡Abran, en el desierto, camino a nuestro Dios!" (Isaías 40,3).
En el Nuevo Testamento el desierto de Judea se convierte en un lugar de encuentro significativo entre el pueblo judío y el profeta conocido como Juan Bautista. Aquí de nuevo encontramos el simbolismo dualista del desierto. Es lugar de advertencia así como lugar de encuentro espiritual. "¿Quién te advirtió que escaparas de la ira que llegaba?" pregunta Juan a los fariseos y saduceos que acuden a él, pero mucha gente busca el bautismo en arrepentimiento de sus pecados (Mateo 3,1-9).
El más importante de los que acuden a Juan es Jesús, que se reveló como Hijo de Dios al ser bautizado pro Juan. Mateo, Marcos y Lucas indican que Jesús, inmediatamente después de ser bautizado, fue al desierto a ayunar y orar por cuarenta días y allí también fue tentado por el demonio. Después de rechazar la tentación, este desierto se convirtió en lugar de renovación, ya que los ángeles acudieron a servirle allí (Mateo 3,13—4,11).
Los desiertos de nuestras vidas son, sin lugar a dudas, lugares tormentosos de tentación y duda, pero también pueden ser ocasión de una profunda renovación espiritual.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 15 de febrero de 2014. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.