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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: July 21, 2018
Este es el 6º artículo de una serie de diez.
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
La ira y la amargura se han convertido en una epidemia en nuestro mundo. Quizá esto no sea nada nuevo, pero con la llegada de las redes sociales y los noticieros de veinticuatro horas, es cada vez más fácil centrarse en heridas percibidas o reales. Podríamos permitir a las injurias infestarse, tanto como individuos como comunidades.
Las enfermedades del resentimiento y la venganza son tan prevalentes, que los profesionales de la salud, los consejeros personales y los líderes religiosos parecen estar de acuerdo: tenemos necesidad de una gran dosis de aprecio por el perdón. Se nos dice que es bueno para nuestra salud psicológica personal.
Se nos asegura que puede conducir a una vida más larga y más sana. Y hay muchos datos que apoyan estas afirmaciones. El hecho de que la ciencia y la psicología afirman lo que enseña la Biblia sólo sirve para reforzar su importancia.
Aunque es verdad que las guerras, los resentimientos y los maquinaciones se encuentran en las páginas de nuestras Biblias, y que esas mismas dinámicas a veces se usan en el nombre de la religión hoy día, el Dios que encontramos en esas páginas es mucho más grande que nuestras mezquinas diferencias y más fuertes que nuestros temores de nuestros enemigos.
El Dios al que nos encontramos en nuestras Escrituras es un Dios que inicia una relación de amor con lo que ha sido creado, alimenta a un pueblo con las responsabilidades de una relación de alianza y demuestra repetidamente la fuerza del perdón amoroso. Y como en cualquier relación, el tiempo y la atención y una renovación constante son necesarias para que la relación crezca y para que cada parte verdaderamente conozca y ame al otro.
El amor siempre ha estado en el centro de la relación de Dios con su pueblo, el tipo de amor que persiste en el ofrecimiento de perdón una y otra vez a un pueblo pecador. La naturaleza de perdón de Dios se puede ver a través de la relación divina con Israel, una y otra vez siguiendo a su pueblo, perdonando su negligencia y pecado, y dándole oportunidades para renovar su compromiso (e.g. Sal 103,8-12; 130,7-8). Esta relación continua abre el camino a la conversión.
Los profetas de Israel, en particular, reciben el encargo de anunciar el deseo de Dios de que el pueblo ejercite la justicia y la misericordia. Cuando fallan, como es el caso de la mayoría de quienes estamos en proceso de conversión, los profetas les recuerdan el gran amor de Dios y su tierno perdón (e.g. Is 1,18; 43,25; Jer 31,34). Perdonado por Dios, Israel se siente animado a seguir adelante, compartiendo la misericordia con los demás.
Jesús encarna el perdón del Padre, demostrando la fuerza del perdón en su enseñanza y en sus acciones. A menudo enseñaba a la multitud y a sus discípulos sobre la necesidad de perdonar. Ordenaba a quienes escuchaban que perdonaran a quienes los hubieran ofendido (e.g. Marcos 11,25), que se reconciliaran unos con otros (e.g. Mat 5,21-26), incluso a amar a los enemigos (e.g. Mt 5,43-48); Lc 6,27-29). Es un encargo fuerte y no podemos dejar de preguntarnos cómo hacerlo o si merece la pena hacerlo.
Cuando se le insiste en la pregunta de cuántas veces hay que perdonar, Jesús deja saber a Pedro que las veces son demasiado numerosas como para contarlas, diciendo que “no hay que perdonar siete, sino setenta veces siete” (Mt 18,22). Después Jesús le cuenta una parábola sobre un rey que quería ajustar cuentas con sus siervos. Uno de ellos persuade al rey de perdonarle una cuantiosa deuda, y luego ese mismo siervo se negó a extender la misma misericordia a otro que tenía una deuda con él. No había aprendido bien la lección del perdón.
Jesús también enseñó sobre la importancia del perdón incluyéndolo en la sencilla pero profunda oración que conocemos como el Padrenuestro (Mt 6,9-15; Lc 11,2-4). Le pedimos a Dios que perdone nuestros pecados, nuestras deudas, así como ejercitamos el perdón hacia otros en nuestras propias vidas. Eso exige algo más que un sencillo acto de voluntad, aunque ciertamente tenemos que decidir asumir la tarea del perdón.
De hecho, el verdadero perdón exige una conversión continua, un cambio del corazón hacia las cosas de Dios, pidiéndole que nos dé la gracia de estar preparados para ofrecer misericordia y aceptar la misericordia a nuestra vez. Las Escrituras demuestran que el perdón es un signo de fortaleza que refleja la propia naturaleza de Dios. Incluso desde la cruz, se nos dice que Jesús perdonó a los que lo crucificaron (Lc 23,24). ¡Qué gran testimonio del poder del perdón!
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 21 de julio de 2018. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.