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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: June 22, 2015
Este es el 6º artículo de una serie de doce.
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
“¿Qué hay en un nombre?” le dijo Julieta a Romeo, asegurándole que los nombres son meras convenciones artificiales, que de hecho un Capulet puede amar a un Montague. Ciertamente los nombres y los títulos, que a menudo son útiles, pueden enfocar nuestra atención en un solo aspecto de la realidad, y no en la totalidad, o siquiera en el aspecto más importante.
Tomemos, por ejemplo, la historia a la que muy a menudo los editores bíblicos se refieren como “la parábola del hijo pródigo” o la “parábola del hijo perdido.” Conocemos bien el argumento de esta historia (Lucas 15,11-32).
Un hombre tiene dos hijos, uno de los cuales es muy trabajador y dedicado, y el otro más centrado en su realización personal que en las obligaciones familiares. Este último descaradamente pide su parte de la futura herencia y la despilfarra, y luego, avergonzado, regresa a la casa de su padre y es recibido con una fiesta digna de un rey.
El mayor, el hermano más fiel, a menudo es recordado como un aguafiestas miserable cuya envidia amenaza con arruinar la celebración. El padre invita a su hijo mayor a alegrarse y a reconocer que reencontrar lo perdido se merece una celebración.
Si nos enfocamos en el hijo pródigo, según tiende a hacer el título más común, perdemos muchas oportunidades de admirarnos, sorprendernos y transformarnos. El núcleo de esta parábola no es el hijo perdido, ni siquiera el hijo fiel, sino de hecho el padre, exagerado en su generosidad.
Ciertamente, cuando centramos la atención primordialmente en los hijos, tomamos la historia como un simple cambio de fortuna. O tendemos a caer en la creencia generalizada de que si hay un ganador (en este caso el hijo menor, despilfarrador) debe haber un perdedor (en este caso el hijo mayor enojón).
Esta historia se debería titular mejor, o por lo menos pensada de manera alternativa como “la parábola del padre amoroso” o la “parábola del padre exageradamente generoso”. Esto nos podría llamar a entrar en la historia con un conjunto de expectativas distinto. Podríamos entonces darnos cuenta de que, al regresar, el hijo confiesa su pecado (15,18.21) pero el padre no responde con un lenguaje de perdón o arrepentimiento, sino con un abrazo que restaura la relación. Habla de estar muerto y ahora vivir, de estar perdido y haber sido encontrado (15,24.32).
Si nos centramos en primer lugar en el padre, podríamos ver que abandona la dignidad que se esperaría de él. En dos casos se aparta de la costumbre y busca a sus hijos--hijos cuya conducta normalmente habría sido vergonzosa en esa cultura. Corre al encuentro del hijo que regresa, en lugar de esperar dentro a que se ofrezca una disculpa. También sale de la celebración para escuchar la queja de su hijo mayor y le suplica que se una a la fiesta.
Si continuamos enfocándonos en el padre, tenemos que dejar atrás nuestras ideas preconcebidas sobre la penitencia. Quizá nos hayamos acostumbrado a los signos tradicionales de penitencia en la Biblia y en nuestra tradición religiosa, la mención de saco y ceniza, el desgarrar las vestiduras y dar limosna como signo de restauración. Es chocante que no veamos ninguno de esos elementos en la respuesta del padre. En su lugar, encontramos un becerro cebado y vestiduras y joyas nuevas, música y baile. Es casi una afrenta al sentido común encontrar tanta algarabía después de una conducta tan vergonzosa.
Quizá, por tanto, haya al menos dos personajes en la historia que son pródigos, y uno que es invitado a serlo. El diccionario define pródigo como: caracterizado por un gasto extenso o despilfarro.” Muchos de nosotros crecimos pensando que ser pródigo solo se aplica al hijo que despilfarró su herencia.
Pero la figura más pródiga en esta historia es el padre, que estaba dispuesto a “despilfarrar” su dignidad, dispuesto a gastar su amor en la celebración, dispuesto a celebrar profusamente el regreso de un hijo al que amaba. Era ilógico, según la mayoría de los standards, pero es el hijo mayor al que se invita a “gastar” algo de amor celebrando al hermano que estaba perdido y ahora ha sido encontrado.
La parábola de Jesús habla elocuente y chocantemente del amor extravagante y generoso de Dios. El padre de la parábola nunca eligió a un hijo por encima del otro. El amor de Dios es igualmente inclusivo invitándonos a dejar de lado la envidia cuando la gracia se da sin medida a alguien que no parece merecerla, incluso si ese alguien fuéramos nosotros mismos.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 20 de junio de 2015. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.