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Diócesis Católica de Little Rock
Publicado: December 2, 2014
Este es el 11º artículo de una serie de doce
Por Cackie Upchurch
Directora del Estudio Bíblico de Little Rock
"Me alegré cuando me dijeron, 'Vamos a la casa del Señor.'" (Salmo 122,1)
En el lugar al que nos referimos como Tierra Santa quizá no exista una sola estructura con un significado más profundo que el Templo de Jerusalén. Sencillamente, el Templo era “la casa de Dios” y los relatos de su construcción, destrucción y reconstrucción se conservan en muchos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento.
Cuando el pueblo de Dios viajó del cautiverio de Egipto a la libertad en Caná, Dios dirigió la marcha en forma de nube de día y pilar de fuego de noche (Éxodo 13,21). A través del desierto, la morada de Dios era una tienda (Éxodo 33,7-11), lo suficientemente portátil como para llevarla con ellos. Una vez que se establecieron en la tierra, le dieron por fin una casa comparable a la de los líderes israelitas a su Dios nomádico.
Fue el Rey David a quien se le dio crédito por llevar el arca de la alianza a la ciudad de Jerusalén y quién se preguntaba cómo él podía vivir en casa de cedro mientras que Dios moraba en una tienda (2 Samuel 6,1—7,2). Pero fue su hijo Salomón quien de hecho emprendió la construcción del Templo en el siglo décimo antes de Cristo (1 Reyes 5—9; 2 Crónicas 1—7). Tal templo albergó no sólo al arca de la alianza y sirvió como centro del culto en Israel, sino que probablemente era un centro cívico y cultural también.
Incluso después de la división de Israel en reinos del norte y del sur, cuando las tribus del norte se habrían asociado más íntimamente con sus santuarios locales, el Templo capturaba la imaginación religiosa del pueblo de Dios. El Templo era un tipo de signo sacramental de la presencia de Dios, un recuerdo físico del estatus de elección de Israel.
Pero ser elegido de Dios no equivale a ser la élite de Dios, y los profetas de Dios advirtieron de que la sola presencia del Templo no constituía un escudo de protección mágico, sino un recordatorio de vivir las cualidades de la alianza de la misericordia, la justicia y el derecho. El “sermón del Templo” en el séptimo capítulo de Jeremías advirtió al pueblo de Dios, “Sólo si reforman sus caminos y sus obras; si cada uno de ustedes trata con justicia a su prójimo…continuaré yo morando en este lugar, en la tierra que le di a sus antepasados hace muchos años y para siempre.”
De hecho, poco después de que se pronunciaran estas palabras, en el año 587 antes de Cristo, el Templo de Salomón y la santa ciudad de Jerusalén fueron destruidos por las fuerzas de Babilonia y muchos israelitas tuvieron que ir al exilio. Pasaría casi un siglo antes de que algo parecido al Templo fuera reconstruido por los exiliados que regresaban. En el intermedio, encontramos pasajes de la Escritura que miraban a un futuro en que el Templo acogería la oración y los dones de todos los pueblos (Isaías 65,7; 60,4-22). Más que un tipo de posesión tribal, la casa de Dios se convertiría en luz para las naciones.
Para los tiempos de Jesús, el Templo había sido totalmente rehabilitado y reconstruido por el Rey Herodes el Magno, que gobernó a Israel del 37 al 4 antes de Cristo. Sus patios acogían a gentiles en las zonas más exteriores, luego a las mujeres de Israel, a los hombres de Israel, a los sacerdotes y por último al Sumo Sacerdote en el lugar más sagrado del interior.
Este Templo, incluyendo sus patios adyacentes, a menudo se llama el Segundo Templo y sería el lugar en que se encontró a Jesús como muchacho haciendo preguntas a los rabinos (Lucas 2,41-52), el lugar de numerosas enseñanzas y conversaciones con los líderes de Israel (Mateo 21,23-27; Marcos 12,35-37; Lucas 22,52-53; Juan 7,14-21; 10,22-30) y el lugar en que nos asomamos a su ira al expulsar a los prestamistas de los patios del Templo (Mateo 21,12-13; Marcos 11,15-17; Lucas 19,45-48; Juan 2,14-17).
Jesús lamentó el que los escribas del Templo hicieran ostentación de su status religioso, pero se aprovecharan de los marginados (Marcos 12,38-44). También comenzó a hablar de la destrucción del Templo físico (Marcos 13,1-2; Mateo 24,1-2) y de una reorientación que reconociera cómo Dios estaba entre ellos en la propia persona de Jesús (Mateo 12,6-80).
En la era de la Iglesia del Nuevo Testamento, las cartas de Pablo ofrecen una visión expandida en que la propia iglesia es el nuevo Templo (1 Cor 3,16; 2 Cor 6,16-18; Ef 2,19-22) Estamos llamados a ser la casa de Dios.
Este artículo fue originalmente publicado en el Arkansas Catholic el 29 de noviembre de 2014. Derechos de autor Diócesis de Little Rock. Todos los derechos son reservados. Este artículo podrá ser copiado o redistribuido con reconocimiento y permiso del editor.